En el tiempo de la Iglesia

SAGRADA TRADICIÓN

Tras el tiempo apostólico, continúa la historia de la Iglesia; es el tiempo, en el que, además de la difusión y de la vida en las comunidades cristianas por Oriente y Occidente, papas, obispos y escritores profundizan en el misterio cristiano. En este esfuerzo sobresalen los santos Padres que testimonian la presencia vivificante de la tradición apostólica que progresa en la Iglesia bajo la acción del Espíritu santo. En los espacios rectangulares dispuestos sobre los arcos de la rotonda de la capilla mayor previamente destinados a enterramientos reales encontramos, dispuestos por parejas, santos Padres y doctores de la Iglesia; forman un conjunto de catorce óleos sobre lienzos. Comenzando desde el lado del evangelio, aparecen los cuatro grandes Padres orientales, los cuatro grandes maestros ecuménicos: san Juan Crisóstomo (354-407) y san Basilio el Grande (h. 330-379), san Gregorio Nacianceno (329/330-h. 390) y san Atanasio (295-373). Fue el papa san Pío V (1566-1572) quien, en su Breviario de 1586, señaló a estos cuatro Padres como doctores de la Iglesia, sin duda bajo el influjo del interés de los humanistas por la antigüedad griega. Estos óleos son obra del granadino Juan de Sevilla (1643-1695).

A continuación, en la parte central, los cuatros grandes Padres occidentales en pinturas de otro granadino: Pedro Atanasio Bocanegra (1638-1689); son los cuatro grandes ríos del Paraíso: san Gregorio Magno, papa, (h. 540-604) y san Ambrosio de Milán (339-397), san Jerónimo (h. 347-419 o 420) y san Agustín (354-430). El papa Bonifacio VIII (1294-1303) los reconoció oficialmente como egregios doctores de la Iglesia. Figuran junto a estos ocho grandes Padres de la Iglesia —de Oriente y de Occidente— otros tres representantes de los tiempos patrísticos, entre ellos dos hispanos: san Isidoro de Sevilla (h. 570-636) y san Ildefonso de Toledo (h. 607-667), éste en pareja con otro papa: san León I Magno (†461). Estos tres lienzos son obra de Juan de Sevilla.

Completan el alhajamiento tras los balconcillos y esta serie pictórica patrística otros tres cuadros de grandes doctores de la Iglesia católica: santo Tomás de Aquino (1225-1274, Doctor angélico), san Buenaventura (1218-1274, Doctor seráfico) y san Bernardo de Claraval (1090-1153, Doctor melifluo).

«SED PERSEVERANTES EN LA ORACIÓN»

velando en ella con acción de gracias.» (Col 4,2). En estos momentos de la narración de la historia de la salvación —plan definidor de la capilla mayor— nos detenemos en dos monumentales estatuas orantes: los Reyes Católicos, Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla, tallas en madera de Pedro de Mena (1628-1688), escultor granadino. La presencia de los Reyes Católicos en este espacio simbolizan el triunfo militar en la reconquista de Granada, pero, sobre todo, en la mentalidad de la época, el triunfo espiritual y, por ello, la expresión de júbilo.

Y así, en la restaurada comunidad cristiana en Granada, su primer arzobispo, Hernando de Talavera (h. 1430-1507) reflejó el clima de alegría en el oficio litúrgico que compuso para el 2 de enero; la antífona de vísperas (inspirada en el salmo 113(112), 3.9) dice:

Desde la salida del sol hasta su ocaso, alábese el nombre del Señor: A Granada, estéril en obras de fe, la hizo el Señor madre jubilosa de muchas iglesias.

«DON DIVINO»

En en correr de la historia de la salvación —prosigue en nuestros días— han ido apareciendo figuras señeras que desarrollaron diversas formas de vida (solitaria o en común) para el bien de todo el Cuerpo de Cristo, dones del Señor para la comunidad. En esta perspectiva pueden entenderse dos grupos estéticos presentes —esculturas y pinturas— en la capilla mayor.
El primero es la serie de seis estatuas doradas; con ellas se ornamentan los seis nichos de los primeros intercolumnios —evangelio y epístola— inmediatos al arco toral. El segundo grupo está formado por ocho óleos sobre lienzos de los plintos del segundo orden, flanqueando la gran secuencia mariana canesca.

El contenido iconográfico de este conjunto de estatuas y lienzos subrayan una continuada actitud en la Iglesia —santa y a la vez necesitada de purificación—: prosecución de la conversión y de la renovación, actitudes determinantes en la historia de la salvación, en cuyo acontecer frecuentemente destacan santos fundadores y reformadores. En cuanto a la autoría de las esculturas se piensa en obras realizadas en talleres granadinos aunque se aprecian rasgos infrecuentes en los artistas locales. Estilísticamente el naturalismo barroco —gestos más íntimos con mayor intención de piedad y devoción— sustituye los rasgos manieristas apreciables de los apóstoles. Estas esculturas están doradas armonizando así con los apóstoles y con el resto de la capilla.

Del lado del evangelio y de arriba abajo los nichos están ocupados por santo Domingo de Guzmán, san Ignacio de Loyola y san Juan de Dios. Del lado del evangelio, y en el mismo orden descendente, están colocados san Francisco de Asís, san Francisco Javier que no es ni fundador ni reformador y san Pedro de Alcántara.

La segunda serie está formada por ocho óleos sobre lienzo colocados sobre los plintos del segundo orden. Se atribuye su autoría a Pedro Atanasio Bocanegra (1638-1689); Juan de Sevilla (1643-1695) y José Risueño y Alcónchez (1665-1732).

No hay coincidencia entre los especialistas en todas las identificaciones de los santos de esta serie que, a primera vista, parece ser una ampliación del programa de fundadores o reformadores. Partiendo del lado del evangelio aparecen santa Teresa de Ávila (1515-1582), san Elías (siglo IX a.C.), san Francisco de Paula (†1507), san Benito de Nursia (h. 480-547) o san Juan de Capistrano (1386-1456), san Bruno (1035-1101), san Ramón Nonato (1220-1240) o san Felipe Neri (1515-1595), san Juan de Mata (1160-1213) y san Félix de Valois (h. 1127-1212).

«MARÍA ES NUESTRA HERMANA PUES TODOS HEMOS NACIDO DE ADÁN»

en frase de san Atanasio. Ya sólo queda atender —para completar y finalizar esta exposición del programa iconográfico de la capilla mayor— a una serie de ángeles niños portadores de símbolos lauretanos; están dispuestos en las bases de las columnas del segundo orden colocados bajo los plintos ocupados por óleos de santos fundadores. Es un complemento iconográfico apenas perceptible y de menor valor artístico, pero que contribuye a la dimensión mariana de esta grandiosa capilla mayor.

El grandioso ciclo mariano de siete monumentales óleos de Cano tiene, en la actual dotación iconografía de la capilla mayor, un complemento de catorce pequeños óleos que expresan bondades de la bienaventurada mediante invocaciones letánicas. Este conjunto de lienzos son fundamentalmente, en efecto, símbolos lauretanos. Presentan un formato cuadrangular (120×120 cm) salvo cuatro de ellos que son rectangulares (120×97 cm): la palmera y el ciprés y dos de los ángeles lauretanos, uno con la luna y el otro con una estrella.

Este parergon o añadido ornamental cumple, por una parte, el anuncio del Magníficat «Me llamarán bienaventurada», y, por otra, apostilla mediante emblemas marianos la contribución de María a la historia salvadora presentada en los siete grandes lienzos de Alonso Cano.

Entre las formas de oración a la Virgen, recomendadas por el Magisterio, están las Letanías. Consisten en una prolongada serie de invocaciones dirigidas a la Virgen, que, al sucederse una a otra de manera uniforme, crean un flujo de oración caracterizado por una insistente alabanza-súplica.

Esta sugerente emblemática mariana está presentada, a excepción de dos cuadros, por ángeles; comenzando por el lado del evangelio, es así:

  • Ángel con lirio
  • Palmera
  • Ángel con estrella
  • Ángel con espejo
  • Ángel con ramos de lirios
  • Ángel con ramo de azucenas
  • Ángel con sol
  • Ángel con paño rojo
  • Ángel con vaso
  • Ángel con escalera
  • Ángel con torre
  • Ángel con luna llena
  • Ciprés
  • Ángel con dos rojas rojas

 

¡EL SEÑOR VIENE! ¡VEN, SEÑOR!

Colocándose a los pies del templo para admirar en su conjunto esta capilla mayor tal vez puede resumirse la impresión global en una frase de fray Luis de León (1527-1591):

La luz purísima en sosiego eterno.

Circundado de ella, bajo un cielo estrellado, centra toda la atención el misterio eucarístico, clave de la historia de la salvación. Y brota espontáneamente la plegaria convencida de que Jesús llega en la celebración eucarística. Como los dos discípulos de Emaús, le reconocemos cuando con sus manos parte y reparte el pan. Y brota igualmente la oración de la presencia y de la espera en el defiinitivo banquete mesiánico: ¡El Señor viene! ¡Señor, ven! (1Cor 16,22).